miércoles, 30 de mayo de 2012

Alfonso Palacio Rudas por Alfonso Gomez Mendez


Alfonso Gómez Méndez

La lección que nos dejó su vida ejemplar es diáfana: la política debe ser escenario para mantener partidos de verdad y oposición ilustrada, no para el fácil acomodamiento al gobierno de turno.

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En el legendario Colegio Mayor del Rosario, el presidente Santos pronunció emotivo discurso para inaugurar la segunda parte de la cátedra Alfonso Palacio Rudas, en homenaje a ese gran colombiano, próximo a conmemorarse el primer centenario de su nacimiento.
Justo en ese claustro -por cuyos corredores deambula el espíritu de otros tolimenses ilustres, como los Lozano, Darío Echandía y Antonio Rocha-, al tiempo que se declaró orgullosamente discípulo del Cofrade, el Presidente evocó los rasgos esenciales de Palacio Rudas y su aporte a la hacienda pública, la economía cafetera, el Congreso y el liberalismo, así como que Palacio le dijo que su vocación política superaba su amor al periodismo: ahí optó por renunciar a la posible dirección de EL TIEMPO y buscar a cambio la Presidencia de la República.
En el mismo acto, el Presidente instaló la comisión que durante este año llevará a cabo todos los actos que recuerden a las generaciones nuevas y a los políticos de hoy el periplo vital de este tolimense con ancestros en Barranquilla, rara mezcla de ideólogo, hombre culto, visionario, político coherente, negado para el pragmatismo de ocasión.
Casi adolescente, Palacio se desempeñó como Secretario de Hacienda del Tolima durante el gobierno de López Pumarejo, con el gobernador Parga Cortés, curiosa simbiosis Londres-Dolores, porque hablaba español con acento inglés, o "trabado", según decían sus alelados paisanos.
A los 32 años fue Contralor General de la República y, además, durante muchos años presidió el Concejo distrital.
Siempre se movió como pez en el agua en su escenario casi natural, el Congreso. Eran tiempos en que en el Parlamento se hacían discursos y las leyes se discutían ampliamente y con argumentos, no se cocinaban en Palacio teniendo como menú principal el paralizante y viejo clientelismo, que prácticamente castró al Congreso, convirtiéndolo en apéndice del Ejecutivo.
Desde la cátedra y su columna en El Espectador, fustigaba duramente al Congreso por no discutir acto tan importante en una democracia como el presupuesto. No es imaginable qué pensaría Palacio si comprobara que hoy no solo el presupuesto sino prácticamente todas las leyes se aprueban sin los debates que tanto reclamaba y propiciaba.
Por honestidad mental y política, declinó volver al Congreso cuando la reforma constitucional de 1968 -a la que tanto se opuso- limitó la iniciativa parlamentaria en la discusión del gasto público e institucionalizó, como contrapartida, la corrupta práctica de los 'auxilios parlamentarios', aún supérstites con otros nombres.
Luego de ser alcalde de Bogotá, ya en el otoño de su meritoria existencia, le aceptó a López Michelsen el cargo de Ministro de Hacienda, para el cual estaba llamado pero que había rechazado a otros presidentes.
Cuando sus coterráneos le pidieron representarlos en la Asamblea Constituyente, casi no alcanza la votación necesaria: ello muestra cómo ha caído la política.
Elegido, cumplió allí papel decisivo no sólo en temas fiscales, económicos y monetarios (como la autonomía del Banco de la República), sino en la orientación política de la nueva Carta, el Congreso, el régimen territorial y la defensa de los derechos humanos. No "tragó entero" muchas cosas de la Constituyente, como la revocatoria del Congreso.
Pero su principal legado fue su espíritu siempre crítico, destacable ahora que el país ha entrado en una especie de "marasmo ideológico".
Liberal sin esguinces, jamás hubiera incurrido en el común pecado del "voltearepismo".
La lección que nos dejó su vida ejemplar es diáfana: la política debe ser escenario para la lucha ideológica y la defensa de los principios; para mantener partidos de verdad y oposición ilustrada, no para el fácil acomodamiento al gobierno de turno.
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